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Foto del escritorCintia Calderón

Destrozar la pluma: Emilio Salgari o la esclavitud editorial

Actualizado: 17 jun

Cuando nos gusta leer e imaginamos el libro como esa máquina de emociones y conocimiento que es capaz de transportarnos a mundos inaccesibles, inexplorados, imposibles o imaginarios, que nos permite escuchar y conversar con las mejores mentes del mundo, por supuesto que no pensamos en lo difícil y hasta mezquino que puede ser el mundo editorial.


No quiero que me malentiendan: los libros son y seguirán siendo uno de los más valiosos e imperecederos aportes de la humanidad. Un logro no comparable con casi ningún otro hito de la historia; por lo que su poder es casi ilimitado (se pueden dar varios ejemplos del poder de cambio que han significado distintos libros, desde la Biblia, El capital o La interpretación de los sueños, hasta el infame Mein Kampf).


Antes de que existiera la industria cinematográfica y de entretenimiento de masas, fue la industria editorial la que tenía la última palabra en cuestiones de cultura y esparcimiento, y, por tanto, de creación de tendencias.


En un tiempo, los escritores eran verdaderas celebridades y se hacían fortunas mediante los libros.


Porque, al fin de cuentas, a pesar de la idea de que los libros son un remanso y venero de arte, cultura y conocimiento por encima de otros intereses, el que se publiquen o no sigue siendo una cuestión monetaria (de nada sirve publicar un libro que nadie va a leer y, al mismo tiempo, hacer un libro sigue siendo una empresa en la que se invierte mucho tiempo y esfuerzo, que de alguna manera debe recuperarse para hacer nuevos libros).  


Por ello, la imagen de un escritor que, sumido en la desesperación, rompe la pluma con la que escribe y luego se quita la vida, se revela premonitoria de una maquinaria despiadada que, al día de hoy, sigue andando.


Emilio Carlo Giuseppe Maria Salgari (1862-1911) fue un escritor, un creador de historias que fueron, durante décadas y aun hoy en día —sobre todo para jóvenes de todo el mundo, aunque sin duda con menos fuerza— la fuente para imaginar formas de vida y lugares allende los mares a los que casi nadie, excepto el prodigioso genio de Salgari, tenía acceso o siquiera conocimiento. Historias plagadas de aventuras que dieron origen prácticamente al género (junto con otros escritores como Robert Louis Stevenson) y que en la actualidad se siguen explotando en el cine y las series televisivas.



Salgari debió experimentar la gloria de ser un escritor con tan gran influencia y renombre, y debió tener un destino en nada relacionado con la elección de quitarse la vida por los motivos de los que él mismo dejó constancia en una de sus cartas de despedida dedicada a sus editores:


«A voi che vi siete arricchiti con la mia pelle, mantenendo me e la mia famiglia in una continua semi-miseria od anche di più, chiedo solo che per compenso dei guadagni che vi ho dati pensiate ai miei funerali. Vi saluto spezzando la penna». [A ustedes que se han enriquecido con mi piel, manteniéndome a mí y a mi familia en una continua semimiseria o hasta más, les pido sólo que para compensar las ganancias que les he dado se encarguen de mi funeral. Los saludo destrozando la pluma.]


Salgari fue una víctima de su genio. Sus enormes dotes para narrar le granjearon la suerte de que una editorial le diera un contrato para dedicarse a escribir —sueño de todo escritor—, pero las condiciones y el pago que recibía a cambio significaron todo, menos un trato siquiera digno.


El público consumía ávidamente sus novelas y, por ello, sus editores le exigían seguir escribiendo; mientras, él y su familia vivían en la miseria, como él mismo deja constancia en su carta de suicidio. Todas las ganancias eran para la editorial, que lo obligaba a escribir sin parar, sumergiéndolo en un nivel de extenuación mental que suena impensable para alguien que ponía su talento al servicio de la imaginación.



Más de cien años después de su muerte, la memoria de Salgari se me revela vívidamente en este contexto postpandémico que nos azota en especial a las personas cuyo trabajo está relacionado con la cultura y el entretenimiento.


En lo que concierne a la explotación, la identificación con él es plena.


La industria editorial, por más mercenaria que pueda ser, tiene un aire que parece glamoroso, en tanto se separa de las ocupaciones manuales y de esfuerzo físico, y se relaciona con la literatura, el diseño y la transmisión de conocimiento.

La del escritor se alza como una noble labor de imaginación e ingenio, en la que no parece haber sufrimiento, sino sólo dedicación y entrega a algo que fluye, que se deja salir, sin que parezca que haya una lucha extenuante.


Pero la realidad es que el trabajo de escritura y los procesos relacionados con la edición son tan cansados como cualquier otro oficio, y, a veces, en trabajos de mucho esfuerzo intelectual, el cansancio, aunque distinto, sobrepasa el del esfuerzo físico, en el sentido de que cuesta reponerse de él.


Y cuando ese esfuerzo mental es constante y parece que nunca acaba, las fronteras de la salud mental empiezan a desmoronarse.


En México, la labor editorial es, sin duda, agotadora, a tal grado que es raro ver editores viejos que sigan en un mismo puesto después de muchos años. Es normal que haya una gran movilidad laboral y es normal también que tiren la toalla después de algunas infructuosas batallas editoriales.


En realidad, todo esto debería ser impensable, porque además la cantidad de estrés y la cantidad de tiempo invertida se podrían equiparar con la de profesiones en las que hay una enorme responsabilidad social o vital, como la que tiene un médico o un piloto. ¿Tiene sentido que el editor tenga un trabajo tan agobiante?


Un esbozo de respuesta está en el nivel de especialización que al final de cuentas va adquiriendo un editor, de modo que lo que él hace parece costarle muchos años de experiencia a un novato cuya formación las empresas editoriales no están dispuestas a pagar, lo cual tiene repercusiones muy serias, ya que en lugar de apostar a formar editores y colaboradores, las empresas prefieren que algunos experimentados editores finalmente reclutados se dediquen a realizar múltiples y variadas tareas, que en casos o trabajos normales tendrían que realizarse entre dos o tres personas, de modo que se ahorran algunos salarios.


Van algunos requerimientos que se le solicitan a un editor en una vacante random:

  • Estudio de mercado y análisis de las novedades editoriales

  • Planificación de la obra y dosificación

  • Conocimiento y análisis de los planes y programas de estudios

  • Elaboración y diseño de actividades

  • Análisis conceptual

  • Proponer y coordinar equipos de trabajo

  • Elaboración y gestión de cronogramas

  • Trabajar diversos proyectos en paralelo

  • Conocimiento y dominio gramatical y ortográfico

  • Supervisión de lecturas y demás procesos editoriales

  • Gestión de pagos y control de presupuesto

  • Contratos y demás instrumentos relacionados con la parte legal de las publicaciones (solicitud de ISBN, etc.)

  • Supervisión de la elaboración de los recursos digitales relacionados con el libro físico


Todo por un solo y módico pago y con plazos algo ajustados (por no decir, imposibles de cumplir).


Llevo más de tres años en los cuales me han pedido que haga malabares para tener libros listos en tiempos récord. Mi obligación no sólo es cumplir con los tiempos, sino hacerlo en forma, es decir con el cuidado editorial que se supone que es mi principal función. Pero eso ha significado ser esclava del proyecto editorial en turno. Ya sabemos que puede ser que se tenga que trabajar hasta tarde, en la noche, durante los fines de semana y, lo peor, que no se acabe esta percepción de que no importa cuánto me desvele, cuántos sábados y domingos tenga que sacrificar el tiempo de mi familia y también las actividades de socialización y recreación que las personas necesitan para no volverse locas, de todos modos el trabajo parece no acabar ni estar a tiempo, y si paro, se empezarán a acumular los retrasos, que implicarán menos tiempo para asegurar la calidad y con ello garantizar que no haya problemas conceptuales, erratas, errores, etcétera. Porque, además, cada vez es más común que me pidan hacer sola el trabajo que antes hacíamos un editor, un asistente, un iconógrafo y uno o varios lectores de pruebas (no hablemos por ahora del pago, porque ése es otro asunto que nos transporta de nuevo a Salgari).


En estos tres años de trabajo frenético y sin descanso desaprendí lo que me llevó casi dos décadas aprender: que uno debe, por más ajustados y apremiantes que sean los tiempos, hacer las revisiones y cotejos que se necesiten para asegurar que todo está correcto, que todo coincide (por ejemplo, tablas, índices, referencias, etcétera). Pero si los tiempos no alcanzan para eso y el pago no alcanza para que otros ojos ayuden a revisar, entonces una debe confiar en lo que ya alguien más hizo o en que mis pocas lecturas fueron lo suficientemente buenas (a pesar de las prisas con las que se hicieron) como para que baste con ellas, todo lo cual sólo asegura que sí que habrá erratas y todo lo que no debe pasar en una buena edición.


Y todo para que, al final, sea un trabajo de no reconocimiento. El editor se nota sólo cuando ha hecho mal su trabajo (o sea, que le pase todo lo que no debe pasar cuando hay tiempo y ojos suficientes) y que salten los errores. Además, aunque haya ayudado a crear un gran libro, el cual logre grandes niveles de ventas, el editor no recibirá ninguna parte ni de la gloria ni del dinero, exceptuando lo que ya correspondió a su salario.


Por eso, muchos editores salen corriendo después de algunos años. Conozco excelentes especialistas que prefirieron, a pesar de lo buenos que eran en su trabajo, dedicarse a ser panaderos (es real) o realizar cualquier otro oficio menos ingrato.


Aparte toca hablar de los sueños perdidos: nosotros hacemos los libros de otros. A veces rehacemos esos libros porque nuestros años de experiencia en ciertos materiales nos permiten saber lo que se necesita, lo que va a vender, lo que funciona, lo que la gente busca o prefiere..., pero ese libro, trabajado hasta el cansancio, repensado y conocido palabra por palabra no es nuestro, y el tiempo y la energía que invertimos en esa obra de otros (del autor y de la editorial) no nos deja tiempo para el que sí sería nuestro. Ya no hablemos de escribir libros, a veces no queda tiempo para casi nada más. Si ya dejar tiempo para la familia o los amigos resulta un juego de malabares casi imposible, el pensar que tendré tiempo de escribir mi propia obra, o de pensar en otros proyectos como estudiar o emprender una segunda profesión, o al menos dedicarme a un hobby, parece tan lejano como utópico.



Repensando a Emilio Salgari: entre sus muchas novelas tiene una titulada Le meraviglie del duemila (Las maravillas del dos mil), una obra pionera de ciencia ficción (publicada en 1907). Me gustaría saber qué pensaría, en su clarividencia, acerca de que el siglo XXI se convirtió en uno de explotación, porque, al final de cuentas yo hablo desde mi experiencia, pero sé que mi profesión, a la que tanto amo, no es la única en la que las condiciones laborales son extremas; en México, particularmente, es el pan nuestro de cada día.


Hoy, sin romper la pluma ni el teclado, abogo, clamo, para que yo y mis compañeros tengamos mejores condiciones laborales; que no haya empresas que en ningún ámbito se enriquezcan a costa de la explotación física y mental de sus trabajadores o colaboradores. Que nadie llegue a los niveles de extenuación que un día llevaron a Emilio Salgari a abrirse el vientre con un cuchillo.

Hagamos cultura, trasmitamos conocimiento, enriquezcamos la vida, pero siempre desde la justicia laboral.





 





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